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EL AMOR GRATUITO, SEÑAL DECISIVA DEL DISCÍPULO DE JESÚS

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Jn 13, 31-35

Con el capítulo 13, empieza la segunda parte del evangelio de Juan: es el llamado "libro de la Hora". La "hora" de Jesús no es otra que la de su muerte-resurrección, que el cuarto evangelio entiende como la hora de su "glorificación".

Para este evangelio, de acuerdo con sus propias claves, la cruz no es tanto el instrumento de tortura, sino el trono donde, vencido el mal, queda entronizado el amor de Dios manifestado en Jesús: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo" (Juan 3,14). El camino de la cruz es, por tanto y paradójicamente, un camino de glorificación.

Este texto pertenece al llamado "testamento espiritual" o "discurso de despedida" de Jesús, que abarca nada menos que cinco capítulos –del 13 al 17 inclusive-, y que conoció sucesivas redacciones, como puede apreciarse en esta última que ha llegado hasta nosotros.

El término "glorificación" ya había aparecido en el capítulo anterior. Tras una confidencia en la que Jesús muestra su abatimiento, en un texto que es el equivalente joánico a la "oración de Getsemaní" de los sinópticos, se abre al Padre, buscando únicamente su gloria. El texto dice así:

"Me encuentro profundamente abatido; pero, ¿qué es lo que puedo decir?... Padre, glorifica tu nombre. Entonces se oyó esta voz venida del cielo: «Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo»" (12,27-28).

Pareciera como si el autor hubiera unido, en un único texto, la angustia de la "oración del huerto" y la gloria de la transfiguración en el Tabor, en un relato que encierra además una profunda sabiduría psicológica. Al experimentar su fracaso, Jesús se siente oprimido por la angustia. Y únicamente cuando entra por el camino de la aceptación, abandonándose a la voluntad del Padre, reencuentra la paz.

Mientras giramos en torno al yo, no encontramos salida a la angustia. Sólo cuando aceptamos el malestar, sin reducirnos a él, se empieza a hacer la luz. En su "volverse" al Padre, Jesús reencuentra también su verdadera identidad y, con ella, la liberación de los miedos.

Quien está identificado con su yo, vivirá a merced de sus vaivenes; en la medida en que podemos tomar distancia de él, observando los oscilantes contenidos de nuestra mente, no sólo nos haremos dueños de nuestro "diálogo interno", sino que empezaremos a tomar conciencia de nuestra identidad más profunda, aquello que realmente somos, y que no puede verse dañado por nada de lo que nos ocurra.

La glorificación, de la que aquí se habla, no es otra cosa que la manifestación o desvelamiento del misterio divino, en cuanto misterio de amor que se entrega hasta el extremo (evangelio de Juan 13,1). La "gloria" de Dios no es sino su amor. Para el autor del cuarto evangelio, eso se pone de manifiesto en la cruz, que él entiende teológicamente como manifestación suprema de amor.

Si ésa es la gloria de Dios, es totalmente coherente que el "mandato" de Jesús se mueva en la misma dirección: el amor.

La forma como se expresa es rotunda. Frente a los innumerables mandamientos rabínicos, frente incluso al Decálogo de Moisés, las palabras de Jesús suenan tajantes: "Os doy un mandamiento". No hay otro.

La admirable sencillez y la insistencia en la práctica, que caracterizan el mensaje de Jesús, se ponen de manifiesto también en esta síntesis de lo que debe el ser el comportamiento que pide a sus discípulos.

El término "hijos míos", que lo introduce, aparte de expresar un afecto intenso, puede que remita a la costumbre judía del padre que, a punto de morir, transmitía el testamento espiritual a sus hijos. Aquí también, ante la muerte inminente, Jesús comunica lo que considera más valioso, lo que había constituido el eje mismo de su existencia.

Porque, como había ocurrido a lo largo de toda su vida, Jesús va por delante. Antes de decirlo, antes de pedirlo, él lo ha vivido: "como yo os he amado". Pero esa expresión no es comparativa, sino "causal": porque yo os he amado. Tal como pone de relieve X. Léon-Dufour, uno de los mayores especialistas en el estudio de este evangelio, la traducción más ajustada es la siguiente: "Con el mismo amor con que yo os he amado, amaos también los unos a los otros".

Todo arranca, según la teología del cuarto evangelio, del amor del Padre, que se ha manifestado en Jesús y que ahora circulará a través de los discípulos. Se trata del mismo y único Amor, que constituye el secreto último de lo Real. Lo que se pide a los discípulos es que permitan que ese Amor primero y originante se exprese y se viva a través de ellos.

Por eso, no es un mandato heterónomo, venido de fuera, como una imposición arbitraria. Se trata, por el contrario, de una invitación a vivir lo que somos, conectados con el Misterio amoroso de Lo que es, a partir de la Unidad experimentada.

Ello será posible, no tanto a través de un voluntarismo moral, cuanto gracias a la comprensión de lo que somos. En la medida en que vamos conociendo y viviendo lo que somos –recordemos que, cuando se trata del verdadero conocimiento, conocer y ser coinciden-, el amor se abre camino. Identificados con nuestra mente, no podremos estar sino encapsulados en el ego y en sus propios movimientos egocéntricos. La comprensión de nuestra identidad profunda e ilimitada hará posible un modo de vivir caracterizado por la desegocentración.

En el texto se habla de "mandamiento" (en griego, entolé), como queriendo poner de relieve la importancia de lo que ahí se ventila. No se trata de un "consejo" ni de una "recomendación", sino de una "obligación imperiosa".

Y se dice que es "nuevo", probablemente, en un eco de lo que los propios discípulos percibieron como "novedad" en el modo de vivir del Maestro, en la gratuidad e incondicionalidad de su amor.

Ese aspecto queda subrayado en el mismo término usado. De las tres palabras con las que podía nombrarse el amor en griego, no se elige "eros", ni "filia" (amistad), sino "agápe" (amor gratuito).

Y es esa calidad de amor la señal decisiva por la que los discípulos de Jesús habrán de ser reconocidos. Los seguidores de los fariseos se conocían por las filacterias que usaban; los de Juan, por bautizar; los de Jesús, únicamente por el amor.

Como supo expresar admirablemente Pablo, es el amor, y no los milagros ni las obras más abnegadas, la única señal de los cristianos:

"Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de hablar de Dios y conociera todo los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve" (Primera Carta a los Corintios 13,1-3).

Porque ser discípulo, según el cuarto evangelio, no es el que únicamente "escucha", sino el que ha optado y vive como el Maestro: eso es seguirlo. Es, por tanto, un servidor (13,15-17), que correrá la misma suerte que el maestro (12,26) y que, permaneciendo en la Unidad reconocida (15,1-4), dará mucho fruto (15,8).

De ese modo, el mandato del amor –no podía ser de otro modo- remite a la Fuente que lo posibilita, al Amor originante que entreteje la Unidad que Es y Somos. En la medida en que comprendamos –y nos dejemos sentir- esa Unidad, trascenderemos las rígidas fronteras del ego, accederemos a un nivel transpersonal de conciencia y el Amor podrá fluir.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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