HOMBRES DE POCA FE Y MUCHO MIEDO
Dolores AleixandreEl Maestro suele reprocharnos con frecuencia nuestras reacciones de miedo y no se equivoca. Ese fue mi primer sentimiento cuando se acercó a Andrés y a mí mientras lavábamos las redes a la orilla del lago y nos pidió que nos fuéramos con él: «Aléjate de mi, que soy un pecador», le dije entonces y más de una vez me ha recordado aquella reacción y me ha comparado riendo con el profeta Isaías, temblando de pies a cabeza cuando Dios le manifestó su gloria en el templo. O con el atemorizado Jeremías balbuciendo ante el Señor: «Mira que no sé hablar, que sólo soy un muchacho...»
La misión que nos ha confiado nos asusta un poco a todos, y a veces se diría que también él la siente gravitando sobre sus hombros y como si le abrumara e hiciera tambalearse el suelo debajo de los pies. Quizá por eso se aleja de nosotros en esos momentos, se retira sólo a orar y, cuando vuelve trae de nuevo el rostro sereno, como si hubiera escuchado directamente la voz silenciosa de Dios diciéndole: «No tengas miedo, yo estoy contigo». Y entonces da la sensación de que todo su ser se apoya seguro sobre roca, que en torno a él se alza una muralla inexpugnable, o que está en lo alto de un picacho rocoso, con abasto de pan y provisión de agua...
Uno de esos días nos propuso rezar juntos dos de los himnos de subida a Jerusalén:
"Los que confían en el Señor
son como el monte Sión,
no vacila, está asentado para siempre.
A Jerusalén la rodean las montañas,
a su pueblo lo rodea el Señor" (Sal 125,1-2).
"El Señor es tu guardián,
el Señor es tu sombra,
está a tu derecha.
De día el sol no te hará daño
ni la luna de noche" (Sal 121,5-6).
Y se puso después a hablarnos de Dios como guardián que nunca duerme, como almena y escudo que nos defiende, como un Padre que lleva nuestros nombres escritos en la palma de sus manos... Él vive esa seguridad tan intensamente, que no puede comprender que nuestra fe sea tan vacilante y que seamos tan desconfiados ante aquello que no somos capaces de constatar inmediatamente.
Un día que estábamos sentados en la orilla del Jordán nos propuso esta parábola:
"El Reino de los Cielos se parece a dos hombres que están cada uno a un lado de un río profundo y a uno de ellos le parece muy hondo e imposible de atravesar sin perder pie. El otro, que ya lo ha cruzado y sabe que hay vado, le dice: «No tengas miedo, hay roca debajo aunque no puedas verla, puedes atravesarlo apoyándote en ella...»
Pero el temeroso prefiere quedarse del otro lado, paralizado por el miedo a lo que aún no ha comprobado por sí mismo. Y la seguridad que le ofrece la orilla familiar le impide correr el riesgo de avanzar hacia lo desconocido, cuando sólo allí haría la experiencia de que existe una Roca que sostiene a todo el que se atreve a apoyarse en ella..."
Debe parecerle que nosotros reaccionamos casi siempre como el hombre temeroso y quizá por eso, cuando encuentra en alguien un gesto de confianza, se muestra tan deslumbrado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido. Y quizá también por eso le gusta tanto estar con los niños, mirar su tranquila concentración cuando juegan, su instintiva seguridad en que los mayores están ahí para cuidarlos, y defenderlos, y llevarlos en brazos cuando se cansan.
En la segunda luna de Pascua, estábamos atravesando el lago en mi barca, cuando se levantó un viento que amenazaba tormenta. Él debía estar rendido porque se había echado en popa, apoyando la cabeza sobre un rollo de cuerdas y se había quedado dormido.
De pronto el cielo se oscureció, el viento arreciaba y comenzaron a formarse remolinos en el agua. Se desencadenó una terrible galerna y todos estábamos demudados y despavoridos, nos dábamos órdenes unos a otros para achicar el agua y remábamos sin rumbo mientras la barca subía y bajaba como una cáscara de nuez en poder de las olas. No podíamos comprender cómo él seguía durmiendo tan tranquilo, así que me puse a zarandearle y le grité: «¿Es que no te importa que nos ahoguemos?».
Se puso en pie y dijo con voz fuerte: «¡Silencio! ¿Dónde está vuestra fe?».
Y no sé bien si nos lo estaba ordenando a nosotros, o al miedo que nos estaba dominando y que nos hundía en su abismo con mucha más fuerza que la amenaza de las olas.
Me acordé del griterío que acompañaba en tiempos del desierto el traslado del arca, cuando decían:
"¡Levántate, Señor!
Que se dispersen tus enemigos,
huyan de tu presencia los que te odian" (Num 10,35).
Los enemigos que salían huyendo de nosotros se llamaban ahora temor, angustia y ansiedad, la palabra de Jesús ponía suelo bajo nuestros pies, nuestro pánico desaparecía y una sorprendente tranquilidad nos serenaba. El mar había comenzado a calmarse y ahora remábamos en silencio hacia la otra orilla, bajo las estrellas de un cielo despejado.
Y fue en ese momento cuando nos invadió un temor aún más profundo que el que habíamos sentido durante la tempestad. Nos dimos cuenta de que lo que estaba pidiendo de nosotros consistía en una confianza total, una seguridad absoluta en que la firmeza que él ofrece no es una recompensa a nuestro esfuerzo, sino un don que se nos regala gratuitamente cuando nos atrevemos a fiarnos de él en medio de las tormentas de la vida.
Dolores Aleixandre