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LA REALIDAD ES "ENMANUEL"

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Mt 1, 18-24

Cuando los llamados "relatos de la infancia" se leen de una forma literal, no solo se llega a conclusiones infantiles, inasumibles para personas que han superado el nivel mítico, sino que se pierde toda la hondura y riqueza que contienen.

Por el contrario, cuando nos acercamos a ellos, no ya solo desde el simbolismo, sino desde una clave de lectura no-dual, nos regalan luz y sabiduría sobre nuestra verdadera identidad.

El mensaje teológico que el relato parece querer transmitir es sencillo: Jesús es realmente Hijo de Dios y, como tal, no tiene otro padre que Dios mismo. El ángel –mensajero de Dios- advierte a José, que se hará cargo, legalmente, de la nueva familia.

Al mismo tiempo, Mateo, siempre interesado en demostrar que los anuncios proféticos se realizan definitivamente en Jesús, utiliza el texto de Isaías, aplicándolo a su relato. Hasta aquí, teología cristiana, lógicamente en clave teísta.

Pero, al acercarnos al texto desde una perspectiva no-dual, resulta profundamente evocador.

Al Hijo se le llama "Emmanuel" ("Dios-con-nosotros"): se expresa en él la Unidad de todo lo Real, lo Invisible ("Dios") y lo manifiesto ("nosotros"). El nacimiento de una "virgen" quiere apuntar al origen "virginal" de todo lo que es, en el sentido de que trasciende –abrazándolo- el nivel de las formas.

Por ello mismo, ese "Hijo" somos todos, es todo lo real. Tenemos una "forma" humana, en la que se está expresando, temporal y transitoriamente, lo que realmente somos –y hemos sido- desde siempre.

La no-dualidad es el abrazo de lo invisible con lo visible, de nuestra forma concreta con nuestra identidad auténtica. No como una suma de dos entidades, sino como re-conocimiento de la unidad de lo Real. "Mi suelo y el suelo de Dios son el mismo suelo", repetía el gran místico cristiano, Maestro Eckhart.

"Emmanuel" recoge bien esa "doble cara" de lo Real: el mismo y único "Suelo" (no podrían existir varios "suelos" de todo) manifestándose en infinidad de "formas".

Pero "Emmanuel" solo puede nacer de una "virgen". Únicamente podremos re-conocer nuestra verdadera identidad cuando nuestra mente quede "virgen" de conceptos, juicios, etiquetas...

La identificación con la mente nos reduce y reduce nuestra propia visión, hasta el punto de tomar como real lo que no son otra cosa que sus propias "interpretaciones".

Al empezar a acallarla, empezamos a ver. El místico turolense Miguel de Molinos escribía en el siglo XVII: "Tres maneras hay de silencio. El primero es de palabras; el segundo, de deseos, y el tercero, de pensamiento... No hablando, no deseando, no pensando..., se oye la interior y divina voz; se le comunica la más alta y perfecta sabiduría".

En el silencio de la mente, emerge la Presencia que somos y la consciencia de la unidad con todo. Porque lo que somos en profundidad es justamente aquello –y solo aquello- que queda cuando "dejamos caer" todo lo demás.

No somos nada que podamos pensar ni sentir; nada que podamos objetivar. Eso son únicamente "formas" (objetos). Somos Eso que no puede ser pensado –consciencia pura-, pero que podemos vivenciar de modo directo, inmediato y autoevidente.

En la tradición cristiana, Jesús es el paradigma de aquella unidad ("El Padre y yo somos uno") y, por tanto, espejo en el que todos quedamos reflejados.

No se trata, por tanto, de "creer" en él, como un ser separado, sino de re-conocernos en la misma y única identidad compartida: somos Emmanuel.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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