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EL MODO DE PROCEDER IGNACIANO EN EL USO DE LOS BIENES ECONÓMICOS (I)

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1ª Parte

El término economía viene del griego oikonomiá, oikovoµia, significando administración (“némein” “vεµω´”) de una casa (“oikos” “o˜ikoc,”), en el sentido de patrimonio. Los primeros economistas se llamaron en realidad ecónomos y eran los sacerdotes que se encargaban de la administración de los bienes eclesiásticos. Hablamos del s. IV y V d.C. Por tanto, parece que el mundo de los religiosos y lo religioso debería ser especialmente sensible a lo económico e incluso experto. Sin embargo, la Modernidad trajo la separación entre religión y economía, relegando a la primera a ocuparse de cuestiones espirituales y, a la segunda, de los aspectos materiales de la vida.

Desde aquella separación, la economía y lo económico introducen distorsiones en la vida religiosa. Así es que la preocupación por el dinero resulta pecaminosa, que se tiende a acumular (por inseguridad en un momento de envejecimiento generalizado de los religiosos) o a despilfarrar (por un providencialismo mal entendido), teniendo dificultades para encontrar la virtud en el uso de los bienes materiales y, especialmente, del dinero. Por otra parte, a menudo las decisiones sobre el uso del dinero se quedan a la puerta del discernimiento, éste no pasa por él. En general, la economía es un tema que rechina mucho en el mundo religioso y que casi se convierte en tabú.

Para ayudarnos a ahondar en tan espinoso asunto, recurriré a relacionar o encadenar textos bíblicos e ignacianos que puedan ayudarnos a reflexionar sobre el uso evangélico de los bienes materiales y sus aplicaciones prácticas, fundamentalmente extraídas del pensamiento de Ignacio y otros jesuitas.

Antes de empezar: ¿creemos que Ignacio de Loyola nos puede enseñar algo de economía a los católicos del siglo XXI? Pues me gustaría señalar que no podemos decir que Ignacio fuera ajeno al mundo del dinero. Había conocido la experiencia de la vida cortesana y vivió en los años del crecimiento del comercio español con América, del auge de la banca, de la numerosa circulación de monedas, etc. Es más, como señala Dominique Bertrand, ha quedado demostrada “una competencia financiera y económica en el primer prepósito general y su entorno” No olvidemos la influencia, en estos asuntos, de J.A. de Polanco, hijo de mercaderes, al que Ignacio nombraría Secretario y Procurador General en 1547.

Para Bertrand, la postura de Ignacio ante el dinero presenta ciertas contradicciones pues, por una parte, muestra “un interés que va hasta un tomar en cuenta muy real” pero también “una distancia que se presentaría casi como desprecio”, es decir, según él, se daría en Ignacio “la conjunción de un gran interés, aun espiritual, por el dinero, y de un profundo sentimiento de su inanidad”.

Esta aparente contradicción podemos enmarcarla en las tan conocidas tensiones ignacianas, que nos conducen a tratar de vivir en una actitud de discernimiento, buscando siempre la mayor alabanza y servicio.

Antes conviene hacer algunas reflexiones empezando por el origen de los bienes materiales y la finalidad de los mismos en la Escritura.

Dios Creador de todos los bienes

“Bendice a tu Hacedor, al que te colma de sus bienes” (Eclo 32, 13) La mayor parte de los bienes de los que disponemos y manejamos, desde el ordenador hasta la comida, desde el edificio en que vivimos hasta el jabón que usamos, proceden directa o indirectamente de Dios, que, o bien los creó como parte de la naturaleza, o bien nos facultó de aptitudes y habilidades que han permitido que, al paso de los años, los hombres seamos capaces de fabricarlos y distribuirlos.

De eso no duda Ignacio, pues forma parte de la experiencia del Principio y Fundamento, pórtico de sus Ejercicios Espirituales: “las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre”. Es decir, la acción divina nos dota de bienes naturales y capacidades para construir bienes artificiales.

Si todo es regalo, la reacción primera y lógica sería la de agradecer los dones recibidos. Sin embargo, sólo valoramos el acceso al agua corriente o al suministro eléctrico, cuando nos faltan. Sobre todo en el primer mundo, nos hemos acostumbrado a tener de todo, mucho más de lo que necesitamos y a dejar de valorar lo que cada día se nos regala. Decimos de nuestros hijos que son caprichosos y no valoran tanto juguete como tienen pero ¿no son acaso los niños un reflejo de nosotros, padres caprichosos y saturados de bienes? Reconocemos como don, si acaso, la inteligencia o la salud, la llegada de un bebé sano a la familia, el matrimonio o la ordenación… pero nos cuesta ser conscientes del don cotidiano que supone disponer de bienes. Cuando rezamos el Padre Nuestro y decimos “Danos hoy nuestro pan de cada día” nos olvidamos del hoy y, en el fondo, pedimos pan para hoy, para mañana, para dentro de un año, para cuando los niños lleguen a la Universidad, para cuando la religiosa envejezca, para cuando nos jubilemos o enfermemos… Si rezáramos, conscientemente, “Danos SOLAMENTE el pan que hoy necesitamos, no nos des más”, a lo mejor, muchos no seríamos capaces de rezarlo.

Finalidad de la tenencia de bienes

Dice el libro del Génesis que todo lo creado se nos da para dominarlo (Gn 1, 26) aunque, como esta palabra supone poder, de uso y disposición, ya encontramos traductores que consideran más exacto decir que hemos recibido las cosas criadas para cuidarlas.

No quisiera entrar en una teología del cuidado de la creación, aunque sea un tema estrechamente relacionado con el uso de los bienes, porque escapa de las posibilidades de este artículo. Deseo más bien seguir el hilo de Ignacio que, en el Principio y Fundamento escribe que todos los bienes creados por Dios lo han sido como ayuda al hombre, es decir, “para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”, fin que como todos los ignacianos llevamos grabado, no es otro que el de alabar, reverenciar y servir al Creador. O, como dijo también Ignacio en los Ejercicios, para “en todo amar y servir”.

Esta experiencia es clave para Ignacio: las cosas no tienen valor en sí mismas, sino como medios para alcanzar el fin para el que fuimos creados. Por ello, el Principio y Fundamento señala que “el hombre tanto ha de usar dellas quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas quanto para ello le impiden”.

El mismo Jesús, no rechaza ni siquiera que se realice un gasto elevado, signo de riqueza, sino el uso que se dé egoístamente al dinero. Véase por El modo de proceder ignaciano en el uso de los bienes económicos. Esta experiencia es clave para Ignacio: las cosas no tienen valor en sí mismas, sino como medios para alcanzar el fin para el que fuimos creados. Por ejemplo, su alabanza a su amiga María que derrochó el perfume caro en su cabeza en Betania en un contexto, posiblemente, de celebración de la resurrección de Lázaro, días antes (Mt 26, 6ss); o en su aceptación de que hubiera mujeres bienhechoras, como Juana y Susana, que le mantuvieran a él o a sus discípulos (Lc 8,3 y 10,7).

Mi seguridad en el Dios providente

Algo que es claro en Ignacio es que su camino no pasa por poner la seguridad en el dinero. En las Constituciones, lo refleja muy claramente cuando impone al que entra en la Compañía que viva la experiencia de peregrinar un mes sin dinero para que “dejando toda su esperanza que podría tener en dineros o en otras cosas criadas, la ponga enteramente, con verdadera fe y amor intenso, en su Criador y Señor” [Co 67].

Esta experiencia se sigue viviendo en los noviciados de la Compañía de Jesús actualmente y es reflejo del texto del Evangelio en el que Jesús envía a sus discípulos sin medios, para mostrar la bondad de Dios, sin preocuparse por la comida y el alojamiento diarios (Lc 10, 4ss). Encierra una llamada a totalizarnos, como personas y como poseedores de bienes, para revelar su Reino, sin perder esfuerzos ni tiempo excesivo en asegurar nuestro propio bienestar.

En ese sentido, decía Ignacio de la Compañía que “nosotros quisimos vivir en pobreza para más poder aprovechar las ánimas, sin embarazos de negociar rentas, y teniendo también esta espuela” Texto que recuerda a otro evangélico: “Tengo el banquete preparado, los toros y cebones degollados y todo preparado; venid a la boda. Pero ellos se desentendieron: uno se fue a su finca, el otro a su negocio…” (Mt 22, 4-5).

Posiblemente, Ignacio entendía igualmente que existe el riesgo de perderse el banquete del Reino por estar ocupados de nuestras propiedades, de nuestros asuntos económicos. Es decir, por dedicarles muchos pensamientos, muchos minutos y esfuerzo que no benefician a nadie, si no es a la propia propiedad.

Todavía más, no parece que Ignacio deje de afrontar una obra apostólica por un tema económico, aun con la desaprobación de Polanco, en quien confía en asuntos de finanzas: “En estas cosas del gasto, el Padre Polanco siempre se echa para atrás, porque ve la dificultad que hay; pero cuando el Padre (Ignacio) toma una determinación de hacer una cosa, recobra tanta fe, como si tuviera con qué realizarla; y entonces suele decir: «el Padre lo ha dicho que se haga; Dios dará el con qué»”.

Muchos seglares solemos a menudo cojear en este sentido, preocupándonos en exceso de tener suficientes medios económicos y creándonos necesidades que nos vemos obligados a cubrir. Pienso que se nos olvida que “pobreza y riqueza vienen de Dios” (Eclo 11, 14b), que basta buscar el Reino de Dios y su justicia para tener todo lo que necesitamos (Mt 6, 33), que nuestra seguridad se enraíza en Dios y no en la acumulación de edificios o fondos de inversión… También sucede porque creemos que todo depende de nosotros mismos, dejando poco espacio para la acción misericordiosa de Dios, olvidando que la Misión es de Dios y no nuestra.

Por supuesto, me siento identificada con lo que escribió Ignacio Ellacuría, yendo más allá, afirmando que el pecado “hace que los hombres seamos cada vez más insolidarios por creer más en los ídolos de este mundo que en el Dios revelado en Jesús. Hombres que se dicen cristianos y que, sin embargo, ponen su plenitud, su seguridad y su felicidad en la riqueza, en el poder, en el sentarse en los primeros lugares, en cultos y prácticas religiosas que permiten pasar de largo ante el samaritano malherido a la orilla de la historia.”

Pero hemos de volver al pasaje evangélico recordado por Lucas, evangelista especialmente interesado en hablar de los bienes materiales, para destacar que, en la vida religiosa consagrada (no tanto en el laicado), a veces se malinterpreta la Providencia, olvidando que el hombre es moralmente responsable de sus actos. Dios cuenta con el trabajo humano (Gn 3, 17-19), el mismo Jesús trabajó en su casa de Nazaret y la providencia divina va más unida a la esperanza, a la promesa, y en definitiva, a la confianza en el hacer divino, y por tanto también a no estresarnos (Mt 6, 25-26), que a un desentendimiento de los bienes que Dios ha querido someter a nuestro cuidado, para que nos sirvan de alimento, material o espiritual (Gn 1, 28-29).

Lo ideal, como en todo, es el equilibrio al que nos invita Ignacio y que ya nos va clarificando cuál era su visión, aplicable también a lo económico: “Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios”.

(Continuará)

 

Blanca Arregui

Manresa

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