LOS RELATOS DE LA INFANCIA DE JESÚS ¿TEOLOGÍA O HISTORIA?
Leonardo Boff1ª Parte
Cuanto más se medita sobre Jesús, más se descubre el misterio que se escondía tras su vida humilde y más lejos en el tiempo se localizan sus orígenes. Cuando Lucas y Mateo redactan sus respectivos evangelios, hacia los años 75-85, se recogen las reflexiones que se habían hecho en las diversas comunidades. Para todos era evidente que Jesús había sido constituido por Dios como Mesías, Salvador, Hijo de Dios e incluso Dios mismo en forma humana. A partir de esta fe se interpretaron los hechos relativos al nacimiento y a la infancia de Jesús. Por detrás de esos relatos late un trabajo teológico muy profundo e intenso, fruto de un esfuerzo por descifrar el misterio de Jesús y anunciarlos a los fieles de los años 75-85 d. C. Las escenas familiares de Navidad, descritas por Lucas y Mateo, pretenden ser proclamaciones de la fe acerca de Jesús Salvador, más que relatos neutros acerca de su historia.
Por detrás de cada uno de los títulos (Cristo, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, etc.) subyace una prolongada reflexión teológica que puede llegar a equipararse incluso a la sofisticación de la teología rabínica más refinada. Esto mismo es lo que veremos en los relatos de la infancia de Jesús (1).
En el común sentir de los cristianos, los relatos del nacimiento de Jesús y la celebración de la Navidad constituyen una fiesta para el corazón. La fe se hace sentimiento, con lo cual alcanza a lo más profundo e íntimo de la personalidad humana, haciendo vibrar, alegrarse y saborear la vida como sentido. En el establo, ante el pesebre, con el Niño entre el buey y el asno, la Virgen y el buen José, los pastores y las ovejas, la estrella, las artes y las profesiones, la naturaleza, las montañas, las aguas, el universo de las cosas y de los seres humanos, todo se congracia y se reconcilia ante el Recién Nacido. El día de Navidad todos nos hacemos pequeños y permitimos que, una vez al menos, el pequeño príncipe que anida en cada uno de nosotros hable el lenguaje inocente de los niños que se extasían ante el árbol navideño, las velas encendidas y las bolas de cristal. El adulto se sumerge en el mundo de la infancia, del mito, del símbolo y de la poesía que es propiamente la vida, pero que los intereses, los negocios y la preocupación por la supervivencia pretenden ahogar, impidiendo la vivencia del eterno niño adulto que cada uno de nosotros sigue siendo.
Todos éstos son valores que hay que defender y alimentar. Pero, para que sigan siendo valores cristianos han de estar en conexión con la fe. De lo contrario, el sentimiento y la atmósfera de la Navidad se transforman en un sentimentalismo que la máquina comercial de la producción y el consumo se encarga de explotar. La fe se relaciona con la historia y con Dios, que se revela dentro de la historia. Entonces, ¿qué fue lo que realmente ocurrió en la Navidad? ¿Será cierto que se aparecieron los ángeles en los campos de Belén? ¿Acudieron de verdad unos reyes de Oriente? No deja de ser curioso el imaginar una estrella errante que primero se dirige a Jerusalén y después a Belén, donde estaba el Niño. ¿Por qué no se dirigió directamente a Belén, sino que primero tuvo que brillar sobre Jerusalén, atemorizando a la ciudad entera y al rey Herodes, hasta el punto de obligar a éste a decretar la muerte de niños inocentes? ¿En qué medida es todo esto fábula o realidad? ¿Cuál es el mensaje que pretendieron transmitir Lucas y Mateo con la historia de la infancia de Jesús? ¿Se trata de un interés histórico, o tal vez, mediante la amplificación edificante y embellecedora de un acontecimiento real, intentan comunicar una verdad más profunda acerca de ese Niño que más tarde, con la Resurrección, iba a manifestarse como el Liberador de la condición humana y como la gran esperanza de vida humana y eterna para todos los seres humanos?
Incluso para quien conozca los procedimientos literarios usados en las Escrituras, y para el historiador de la época de Jesús, los relatos de la Navidad no dejan de plantear problemas. Por detrás de la cándida simplicidad y el lirismo de algunas escenas, se esconde una teología sofisticada y pensada hasta en sus más íntimos detalles. Tales textos no son los más antiguos de los evangelios, sino los más recientes, elaborados cuando ya existía toda una reflexión teológica acerca de Jesús y acerca del significado de su muerte y resurrección; cuando ya estaban ordenados por escrito los relatos de su pasión, las parábolas, los milagros y los principales dichos de Jesús; cuando ya se habían establecido sus principales títulos, como el de Hijo de David, Mesías, Cristo, nuevo Moisés, Hijo de Dios, etc., con los que se intentaba descifrar el misterio de la humanidad de Jesús. Al final de todo apareció el comienzo: la infancia de Jesús, pensada y escrita a la luz de la teología y de la fe suscitada en torno a su vida, muerte y resurrección. Es precisamente aquí donde hay que situar el lugar de comprensión de los relatos de la infancia, tal como son narrados por Mateo y por Lucas.
1. La fe que intenta comprender
La fe no exime ni dispensa de la razón. La fe, para ser verdadera, debe intentar comprender, no para abolir el misterio, sino para vislumbrar sus auténticas dimensiones y cantar, asombrada, la graciosa lógica de Dios. La fe profesaba que Jesús es el Salvador, el Mesías, el Sentido de todo (Logos), el profeta anunciado en otro tiempo (Dt 18, 15-22), el nuevo Moisés que había de liberar a los seres humanos en un definitivo éxodo de todas las ambigüedades de la condición humana.
He aquí, sin embargo, que en seguida surgió una pregunta sumamente preocupante para los apóstoles: ¿en qué momento de su vida fue Jesús instituido por Dios como Salvador, Mesías e Hijo de Dios? (2). La predicación más antigua responde: en la muerte y la resurrección (cf. 1 Cor 15, 3-8; Hech 10, 34-43). Marcos, que escribió su evangelio hacia los años 67-69, afirma que, mediante el bautismo de Juan, Jesús fue ungido por el Espíritu Santo y fue proclamado Mesías y Liberador. Realmente, el evangelio de Marcos no contiene ningún relato de la infancia de Cristo, sino que se inicia con la predicación precursora de Juan el Bautista y con el bautismo de Jesús.
Mateo, que elaboró su evangelio en torno a los años 80-85, responde: Jesús es, desde su nacimiento, el Mesías esperado; más aún: toda la historia de la salvación, desde Abraham, estuvo encaminada hacia él (cf. la genealogía de Cristo, Mt 1,1-17).
Lucas que escribió su evangelio por el mismo tiempo que Mateo, da un paso adelante y dice que ya desde la Navidad, en la gruta de Belén, Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios. Pero no fue sólo la historia de Israel, desde Abraham, la que estuvo orientada a su nacimiento en la gruta, sino toda la historia humana, desde Adán (Lc 3, 38).
Viene por último San Juan, hacia el año 100, heredero de una larga y profunda meditación sobre la identidad de Jesús, y responde: Jesús era el Hijo de Dios antes incluso de nacer, en su preexistencia junto a Dios, mucho antes de la creación del mundo, porque “en el principio existía la Palabra… Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 1-14).
Como se ve, cuanto más se medita sobre Jesús, más se descubre su misterio y más lejos en el tiempo se localizan sus orígenes. Todo este proceso es fruto del amor. Cuando se ama a una persona, se intenta saberlo todo acerca de ella: su vida, sus intereses, su infancia, su familia, sus antepasados, su procedencia geográfica, etc. El amor ve más lejos y más profundamente que el frío raciocinio. La Resurrección reveló las verdaderas dimensiones de la figura de Jesús: Jesús interesa no sólo a los judíos (Abraham), ni sólo a la humanidad entera (Adán), sino incluso al cosmos, porque “sin él no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 3). A partir de la luz adquirida con el resplandor de la Resurrección, los Apóstoles comienzan a releer toda la vida de Cristo, a reinterpretar sus palabras, a relatar sus milagros y a descubrir en determinados hechos de su nacimiento (hechos bien sencillos en sí mismos) la presencia latente del Mesías-Salvador, patentemente revelado tan sólo después de la Resurrección. A esa misma luz fueron adquiriendo nueva claridad muchos de los pasajes del Antiguo Testamento considerados como proféticos, que ahora se amplían y se explican en función de la fe en Jesús, Hijo de Dios. Por eso, el sentido teológico de los relatos de la infancia no reside tanto en narrar hechos acaecidos con ocasión del nacimiento de Jesús, sino, mediante el ropaje de narraciones plásticas y teológicas, en anunciar a los oyentes de los años 80-90 d. C. quién es y qué significa Jesús de Nazaret para la comunidad de los fieles. Por consiguiente, debe buscarse menos la historia que el mensaje de la fe.
Entre los hechos históricos contenidos en los relatos de la Navidad, la exégesis crítica católica (3) enumera los siguientes:
1. Los esponsales de María y José (Mt 1, 18; Lc 1, 27; 2, 5).
2. La descendencia davídica de Jesús (Mt 1, 1; Lc 1, 32) a través de la descendencia de José (Mt 1, 16, 20; Lc 1, 27; 2, 4).
3. El nombre de Jesús (Mt 1, 21; Lc 1, 31).
4. El nacimiento de Jesús de la Virgen María (Mt 1,21-25; Lc 1,31; 2,6-7).
5. Nazaret como lugar de residencia de Jesús (Mt 2, 23; Lc 2, 39).
Más adelante veremos cómo Mateo y Lucas elaboraron literaria y teológicamente estos datos para, con ellos y a través de ellos, anunciar, cada uno a su modo, un mensaje de salvación y de alegría para los seres humanos: que en ese niño, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7), se escondía el secreto sentido de la historia desde la creación del primer ser, y que en él se habían hecho realidad todas las profecías y esperanzas humanas de liberación y de plenitud total en Dios.
2. Mateo y Lucas: Jesús es el punto Omega de la historia, el Mesías, el Hijo esperado de David, el Hijo de Dios.
La Resurrección demostró que, con Cristo, la historia había llegado a su punto Omega, porque la muerte había sido vencida y el ser humano había sido totalmente realizado e inserto en la esfera divina. Por eso, él es el Mesías y, como tal, pertenece a la estirpe real de David. Mediante sus respectivas genealogías de Jesús, tanto Mateo (1, 1-17) como Lucas (3, 23-38) pretenden aportar la prueba de que fue realmente Jesús, y no otro, quien apareció en el momento en que la historia llegó a su punto Omega; que es Jesús quien ocupa aquel preciso lugar, dentro de la genealogía davídica, que corresponde al Mesías; y que él se inserta en esta genealogía de tal forma que se hace realidad la profecía de Isaías (7,14) de que había de nacer de una virgen, recibiendo el nombre (y con ello su inserción en la genealogía) de su padre adoptivo José.
Según el apócrifo libro IV de Esdras (14, 11-12), el Mesías, Salvador de todos los humanos desde Adán, era esperado al final de la 11ª semana del mundo. Once semanas del mundo son 77 días del mundo. Lucas construye la genealogía de Jesús desde Adán, mostrando que apareció en la historia cuando se habían completado los 77 días del mundo, cada uno de los cuales perteneciente a un antepasado de Jesús. Por eso la genealogía de Jesús, desde Adán hasta José, contiene 77 antepasados.
La historia llegó a su punto Omega en el momento en que Jesús nació en Belén. Que esa genealogía está construida de un modo artificial es algo que puede percibirse si se compara con la de Mateo Además, se detectan prolongados espacios vacíos entre una generación y otra.
Mateo utiliza un procedimiento semejante para demostrar que Jesús es Hijo de David y, consiguientemente, el Mesías esperado. Si sustituimos las consonantes del nombre de DaViD (las vocales no cuentan en hebreo) por sus respectivos números, nos da el número 14 (D=4, V=6, D=4, total: 14). Mateo construye la genealogía de Jesús de forma que, como él mismo dice expresamente (Mt 1, 17), el resultado sea: 3 veces 14 generaciones. El número 14 es el duplo de 7, cifra que simboliza en la Biblia la plenitud del plan de Dios o la totalidad de la historia. Las 14 generaciones desde Abraham hasta David constituyen el primer vértice de la historia judía; las 14 siguientes generaciones desde David hasta la deportación a Babilonia revelan el punto más bajo de la historia sagrada; y las restantes 14 generaciones desde el cautiverio babilónico hasta Cristo patentizan el último y definitivo vértice de la historia de la salvación, que jamás conocerá el ocaso, porque es ahí donde surgió el Mesías. A diferencia de Lucas, Mateo incluye en la genealogía de Jesús a 4 mujeres, todas ellas de mala reputación: dos prostitutas, Tamar (Gn 38, 1-30) y Rajab (Jos 2; 6,17-22 ss.); una adultera, Betsabé, la mujer de Urías (2 Sam 11, 3; 1 Cor. 3, 5) y una moabita pagana, Rut (Rut 1, 4). Con ello pretende Mateo insinuar que Cristo asumió tanto los puntos altos como los puntos bajos de la historia y tomó también sobre sí las ignominias humanas Cristo es el último miembro de la genealogía, precisamente donde la historia llega a su punto Omega, completando 3 veces 14 generaciones. Por tanto, sólo él puede ser el Mesías prometido y esperado.
3. José y la concepción virginal en Mateo: una acotación a la genealogía
En su genealogía de Jesús, Mateo desea probar que Cristo desciende realmente de David. Pero, de hecho, no consigue probarlo porque, en el momento decisivo, en lugar de decir que Jacob engendró a José y éste a Jesús, interrumpe la sucesión y afirma: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo” (1, 16). Según la jurisprudencia judía, la mujer no cuenta en la determinación genealógica. Consiguientemente, a través de María no puede Cristo insertarse en la casa de David. Sin embargo, para Mateo es evidente que Jesús es hijo de María y del Espíritu Santo (1,18). Y entonces surge un problema: ¿Cómo insertar a Jesús, a través del árbol genealógico masculino, dentro de la genealogía davídica si no tiene un padre humano? Para resolver el problema, Mateo hace una especie de acotación o glosa (explicación de una dificultad) y narra la concepción y el origen de Jesús (1, 18-25). Su intención no consiste en narrar la concepción de Jesús, ni en describir -como hace Lucas- el nacimiento de Jesús. El centro del relato lo constituye San José, el cual, al conocer el estado de María, pretende abandonarla en secreto. El sentido del relato de Mt 1, 18-25 consiste en resolver el problema que se ha originado; y el esclarecimiento lo tenemos en el versículo 25: José pone al niño el nombre de Jesús. José, descendiente de David y esposo legal de María, al imponer el nombre a Jesús se convierte legalmente en su padre, con lo cual lo inserta en su genealogía davídica. De este modo, Jesús es hijo de David a través de José, y es también el Mesías. Así se cumple igualmente la profecía de Isaías (7, 14) de que el Mesías nacería de una virgen, y el plan de Dios se realiza de modo pleno.
(Continuará)
Leonardo Boff
Koinonia