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¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!

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Jn 20, 19-31

Clausuramos hoy la octava de Pascua con este domingo conocido como el “Domingo de la Divina Misericordia”. Y lo hacemos contemplando a Jesús resucitado, en una de las numerosas apariciones que la Liturgia, durante el tiempo de Pascua, nos regala. Somos invitados a rememorar estos encuentros y a renovar en nosotros la alegría profunda que sentimos en la Vigilia Pascual del Domingo de Resurrección. “¡El Crucificado ha resucitado!” es la proclamación que todos los textos de las apariciones se encargan de subrayarnos.

En el relato de hoy, el evangelista describe con minuciosidad la situación de los discípulos: es de noche, están encerrados en una casa, tienen miedo… Aún les pesa más todo lo vivido con Jesús durante su última semana de vida que las palabras de María Magdalena asegurándoles haber visto al Señor (Jn 20,18). Sin embargo, y en medio de ese contexto de oscuridad, Juan resalta de un modo especial el cumplimiento de las promesas que Jesús había hecho a sus discípulos. Les había dicho: “volveré a estar con vosotros” (14,18) y ahora se presenta en medio de ellos (20,19). Había prometido: “dentro de poco volveréis a verme” (16,16ss) y se afirma que los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor (20,20). Había anunciado: “os enviaré el Espíritu” (14,26; 15,26; 16,7ss), y “tendréis paz” (16,33) y esto es lo primero que escuchan los discípulos del Resucitado: “Paz a vosotros” “Recibid el Espíritu Santo” (20,21ss).

Pero este evangelio no está lleno sólo de promesas cumplidas. También lo está de certezas “tangibles”, las que necesitan unos discípulos que aún no se encuentran dispuestos a aceptar la Resurrección tal y como ha acontecido, a los que les puede el miedo, la incredulidad y la falta de fe. Desde luego, no era esta resurrección la que esperaban. Ellos habían aprendido a esperar la resurrección del último día. Eso es lo que expresa María antes de que Jesús resucitara a su hermano Lázaro (11,24). Por eso tampoco se entusiasman cuando María Magdalena les anuncia que el sepulcro está vacío. Lo único que pueden pensar es que ha sido un robo (20,2.13.15)… Jesús Resucitado irrumpe, como lo había hecho en vida junto a ellos, de un modo totalmente nuevo y rompedor.

Por eso Tomás (y aquí podríamos poner el nombre de cualquier de nosotros) muestra resistencia a la luz, necesita más signos. Él quiere ver. Se resiste a creer en la palabra de sus compañeros. Sin embargo, en medio de sus dudas, no ha abandonado el grupo. Tomás permanece, por Gracia, con una fe más honda que sus dudas… aunque el miedo haga que se aferre a la oscuridad. Necesita señales que le confirmen que “ese” a quien dicen haber visto, es el Jesús que él ha conocido, a quien ha querido y seguido. De ahí que Juan resalte de muchos modos que el Resucitado es el Crucificado. Y de ahí las exigencias de ver y palpar los agujeros de las manos y el costado. Tomás necesita recuperar el sentido, asegurar que la identidad de Quien se les aparece es la misma que la de Aquel que vio morir en la cruz.

Conocedor de nuestra lentitud para entender y de nuestras más profundas miserias, Jesús actúa una vez más con absoluta misericordia y acepta las “condiciones” de Tomás, dirigiéndose directamente a él y brindándole abiertamente sus manos y su costado para que pueda creer. Pero no hace falta que el discípulo llegue a hacerlo para pronunciar la confesión más hermosa: “¡Señor mío y Dios mío!”. Basta oír la voz de su Maestro. Le basta con escuchar, de nuevo, su Palabra. De esta forma el incrédulo se convierte en creyente, el desconfiado en modelo de fe. Sus palabras son la auténtica confesión de la fe cristiana: Jesús, el Crucificado, es el Señor. Es Dios. Con esta claridad había abierto Juan su evangelio: “La Palabra era Dios” (1,1). Todo el evangelio queda así incluido en estas dos afirmaciones o confesiones de fe. Jesús es la última y definitiva intervención de Dios en la historia. Y así el evangelista explicará la finalidad que se propuso al escribir su evangelio: llevar a todos a la fe en Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios (20,31).

Las últimas palabras, la última bienaventuranza, es para nosotros una invitación: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Para ello, nos ha dejado su Espíritu. Nos dice Juan que “exhaló su aliento sobre ellos”, en un nuevo gesto creador, como el soplo de Dios al principio de todo. Y, en su infinita misericordia, nos ha regalado su paz para que nosotros, en medio de nuestro mundo, permaneciendo a pesar de las dificultades, la multipliquemos y hagamos posible lo que Juan deseó al escribir su evangelio: que todos tengamos VIDA en el nombre de Jesús, el Crucificado-Resucitado.

 

Inma Eibe, ccv

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